Estamos transitando por momentos de grandes cambios en los que se nos está pidiendo salir de todo eso que llamamos nuestras zonas de confort.
Esto implica que las emociones y el sentido de seguridad se ven intervenidos pues probablemente ya no van de la mano con lo que estos cambios nos están presentando, y aquí podrían aparecer de pronto los temores sobre la pérdida de seguridad, de libertad, y el posible conflicto que se origina entre estos dos elementos.
El primer temor, el de la pérdida de la seguridad, nos mueve casi visceralmente a buscar todo aquello que nos hace sentir seguros… ya sabemos de qué se trata esto. El segundo, el de la pérdida de la libertad, o nos paraliza o nos empuja a lanzarnos al vacío, a lo desconocido.
En este caso no vemos impulsados a aprender o hacer aquello que nos hace realmente plenos y completos, y dejar, si es el caso, eso que hemos venido haciendo y que se ha convertido en una rutina de supervivencia. Y ahora, ¿qué papel juega la música en todo esto?
La gran curandera, la gran chamana, es ese todo que nos conecta con un plano sonoro y álmico, que nos recuerda para qué y por qué estamos aquí. Si sentimos agobio y desazón por todo lo que nos rodea, busquemos a consciencia el momento para sentamos a estudiar con nuestro instrumento. Podemos hacer el ejercicio de “soltar” eso que traemos horas antes, minutos antes, para entrar en este tiempo aparte y único que nos pertenece y nos hace crecer.
Hagamos pactos decisivos con nosotros mismos para que el tiempo de estudio, así sea corto, sea el de dar vida a nuestros sonidos, acoplarlos, ensamblarlos unos con otros. Tomemos el ejemplo del herrero que forja el metal una y otra vez sin parar, hasta que logra materializar lo que imaginó. Si se detiene, la forma que aguarda pacientemente dentro de ese metal no cobrará vida, y entonces tendrá que esperar hasta que ese par de manos se reactive y comience a forjar de nuevo.
Así es la música y todos los procesos creadores… y a nosotros nos pasa igual. Nuestros sonidos son una única edición y si no los expresamos, si no los fraguamos, aun cuando estemos estudiando e interpretando una obra que fue escrita por otro, no producirán la “curación” que vienen a cumplir. Si hacemos que esto suceda, si no nos activamos y expresamos esos sonidos que nos corresponde producir, nunca habrán nacido y por tanto, no llevaron a cabo el proceso sanador al que estuvieron destinados.
La música que hacemos cuando estudiamos, también es un lenguaje atemporal; lo transmitimos de generación en generación con sus cambios, triunfos, sombras, derrotas, errores, pero en todo momento son un ancla, un soporte y una necesidad para uno y para todos. No hemos terminado.
Hoy más que nunca tenemos mucho que hacer, aprender y transmitir, y no podemos dejarnos caer pues una vez que comenzamos a estudiar un instrumento, adquirimos una línea de vida diferente, llena de sonidos, de obras para aprender, para tocar, para enseñar, así que siempre la gran chamana nos mantendrá en pie.
Una vez que tocamos sus puertas, ella nos recibe con los brazos abiertos y no nos abandona; nos impulsa a seguir a pesar de nuestros miedos y limitaciones.
Tomando una decisión sincera con nosotros mismos, hagamos una lista que nos servirá para enriquecer nuestras ganas de continuar laborando en el instrumento… y en todo lo demás:
Observo. Escucho. Busco. Aprendo. Me equivoco. Acierto. Traduzco. Comunico.
Poco a poco sentiremos que libremente encontramos los tiempos para estudiar, y así vamos desarrollando dentro de nosotros una voluntad para crear, transformar y regenerar no sólo los tejidos sonoros que están a punto de perderse si no los materializamos, sino aquellos que nos están esperando y piden salir a la luz.
Hay mucho por hacer y la música, a través de nuestro instrumento, nos reclama tiempos, cortos o largos, para fraguarlo, como hace el herrero.
Sigamos pues, este viaje de sonidos…