Una de las decisiones más difíciles pero más enriquecedoras en la vida es la de asumir la docencia.
En cualquier ámbito, en cualquier oficio.
A medida que transitamos por este camino vamos cayendo en cuenta de que esto nos va a conducir por senderos en los que debemos aprender a observar, a escuchar, a ponernos en el alma de “el otro”.
Nos comprometemos con la vida, los procesos, los sentimientos, la arquitectura de aquellos a quienes tomamos bajo “nuestros cuidados”.
Cuando están bajos de energía o simplemente sin ganas y tal vez desilusionados, debemos ser los pilares que siempre están erguidos para sostener y aliviar, incentivar y ordenar ese caos… y en muchos casos, derribar ese edificio y volverlo a armar, tal y como haríamos con un rompecabezas.
Es como sembrar un árbol y verlo crecer, o como trabajar en un taller de esculturas y pinturas desde la nada…
Nos pueden llegar lienzos en blanco (aunque con marcas imperceptibles), y piezas agrietadas, muy agrietadas (son las mejores!).
En todos los casos comenzaremos un viaje de conexión, un diálogo y una exploración para comprender las necesidades del otro en donde el aprendizaje será mutuo, enriqueciéndose cada vez más, y en la medida en que las soluciones van apareciendo, paso a paso los frutos también lo harán.
De tal manera que, transmitir algo que se ha aprendido se convierte en un estudiar continuado y pensar en el otro permanentemente, buscando e investigando aquello que necesitamos para solucionar dudas y llenar vacíos.
Es un encuentro en donde se crea un espacio y un lenguaje que nos permite descubrir que el mundo de la música siempre está en todo y en cada uno de nosotros; nos es familiar a pesar de que pensemos que nunca hemos tenido contacto con ella… desde que nacemos aparece en cualquier momento y a partir de ahí ya es nuestra.
Ella quedará cuando ya no estemos, por lo cual nuestros pasos en la enseñanza deben dejar caminos abiertos para que vayamos sumando y transformando nuestra esencia y la de quienes pasan por nuestras manos, por nuestras vidas.
Muchas veces debemos echar por tierra y cuestionar aquello que creíamos que era un “sí o sí” para enseñar, pues como experimentamos que todo evoluciona, descubrimos que eso que sabemos lleva un “oculto” al que no habíamos accedido y por lo tanto nos falta… no estamos completos todavía; es por eso que nos abrimos a lo nuevo, a lo que no conocíamos, y aquí necesariamente nos convertimos en buscadores permanentes.
Cuando traemos a una clase un ejercicio, una obra para trabajar, un “y ahora hay que memorizar”, “ahora vamos a trabajar las sonoridades y la velocidad”… pongámonos en el alma de el otro en primer lugar.
Conversemos para indagar si hay alguna vía para llegar más rápido al resultado que queremos.
Si nuestros alumnos están dispersos, con energía baja, con la mente en un espacio o tiempo distinto, hagamos un contacto más agudo, hagamos un diálogo perceptivo, intuitivo; en todo momento debemos estar totalmente despiertos y atentos para que podamos construir puentes que nos unan de alguna manera.
Y si nos toca pintar, leer una historia, cambiar una o varias obras porque no son compatibles con nuestro estudiante, o simplemente conversar, que sea para reconcentrar fuerzas, ánimos y “ganas” para seguir avanzando en este territorio que a veces es comanche, pero otras es maravillosamente enriquecedor.
Cabe preguntarnos entonces, ¿si estamos realmente dispuestos a saltar este vacío desconocido e impredecible de la enseñanza del piano? ¿De la música? ¿De la vida?
Siempre estaremos expuestos aquí y entregándolo todo, así que sigamos este maravilloso viaje desconocido…