Es bien sabido que, asumir la docencia como nuestro oficio de vida, es una de las decisiones más arduas que podemos escoger, sobre todo en el área de la música y especialmente en los estudios de un instrumento.
La responsabilidad que vamos a asumir tiene amplios recorridos, ilimitados, inciertos y variables en todo sentido, pues no solamente seremos formadores de pianistas, sino de aquellos quienes seguirán el legado que nosotros recibimos una vez cuando nos comprometimos a enseñar a otros los rudimentos y fundamentos de nuestro instrumento, y todo aquello que lo complementa.
Es por esto que nuestro rumbo se orienta sostenidamente sobre esa delgada línea roja que todo lo modifica y lo evalúa, que aparenta ser lo que no es y nos pide cuestionar una y otra vez todo lo que hemos aprendido hasta ahora, y nos requiere revisar de principio a fin todo nuestro plan de trabajo y sincerarnos para poder continuar dentro de las líneas evolutivas de la enseñanza.
Sin embargo, sobre esta delgada línea roja aparecen elementos y recursos que nos permiten redibujar nuestros propios procesos y explorar otros territorios, es decir, aprender más sobre todo lo que conocemos bien e implementamos como docentes en nuestro cotidiano, de tal manera que, probablemente modificaremos algún orden del repertorio o la dinámica para transmitirlo.
Uno de estos procesos es la empatía y la observación objetiva hacia nuestros estudiantes, para poder precisar y solucionar aquello que realmente necesitan para avanzar como pianistas.
Un recurso esencial en nuestro oficio es registrar por escrito cada sesión, es decir, abrir una evaluación continua para cada uno de nuestros alumnos, dejando por escrito todo lo que sucede en cada una de nuestras clases para que podamos regresar a ellas a través de nuestras anotaciones, y así permitirnos perfilar, trazar, hacer o rehacer un mapa completo que nos sirva de eje conductor y solucionador.
De esta manera, veremos que en corto tiempo vamos completando un portafolio o un gran archivo, con una serie de eventos que hemos dirigido hacia una dirección y la evaluaremos para seguirla o reorientarla, siempre en favor de la evolución y la resolución de necesidades, cubriendo fallas, vacíos, y hasta grietas que descubrimos e inmediatamente revisamos.
La escritura nos permite ver en claro el lugar que ocupamos en la vida de nuestros pupilos, la calidad de nuestros encuentros y la dirección que toma nuestro compromiso de ser solucionadores de problemas.
Aprendemos a separarnos de nosotros mismos, para precisar con claridad y veracidad aquello que se nos presenta cada vez en nuestro oficio, y determinar para qué y cómo lo vamos a configurar para llevarlo a feliz término; para esto debemos estudiar y profundizar, estructurar un plan y una estrategia que contenga todos estos recursos que nos permitan ser “atemporales”… siempre presentes durante los giros del destino y la historia, con el propósito de comunicar nuestro oficio continuamente y preservar el legado que tenemos entre manos.
Seguimos el viaje…